martes, 31 de octubre de 2017

Los días acortan




 


En el aire se nota la ausencia del olor de los jazmines y de los galanes de noche. Los azahares tardarán bastante en vestir de nuevo los campos, pero las naranjas ya pintan en la huerta. Comienza la muda de colores en el paisaje, y el aroma de la tierra, esa tierra nuestra, la de siempre, la que sustenta la vida, parece que nos habla con voz de ayeres.

Ya es otoño y yo cierro los ojos y me pregunto «Qué estaba haciendo justamente en este día de este mes en aquel año…» La mayoría de las veces no obtengo respuesta porque la fecha no es relevante, ni en mi presente ni en mi pasado lejano o reciente. Habré de esperar unas semanas para recordar un acontecimiento ocurrido en esta nueva muda. Octubre, noviembre o diciembre qué más da. Mi cuerpo se prepara para esperar los atardeceres precipitados y los primeros fríos. Las ventanas permanecen cerradas y las cortinas echadas. Las voces de los niños en la plaza son solo un murmullo apagado y mi camiseta deportiva una intrusa que desde una esquina del ropero reclama la atención perdida.

El rincón de la lectura se ha despejado. Las tardes invitan al paseo por las páginas y, de vez en cuando, si llueve, les dedico un tiempo extra. Algo me dice que es tiempo de flores aunque  no florezcan los jardines. Intento resistirme, porque es otoño y no tocan flores, sino libros escolares, caminatas bajo el sol aletargado de la tarde y prisas a la hora de bajar la basura para que las últimas luces del día no me echen de menos cuando se despidan tras las montañas.

Pero… ¿quién se resiste a unas flores? Me arreglo y miro mi reloj por si todavía estoy a tiempo de coger el autobús. «Si no me entretengo con la brochita ante el espejo, me da tiempo» pienso en voz alta. Y salgo ligera, cargada con mi bolso grande repleto de cosas necesarias como los bolis, la agenda, la libreta pequeñita de notas, el móvil, el monedero, el último número de la revista Turia, los poemas de mi nuevo contacto de facebook, las llaves…

Ya en la floristería, compraría todas las flores de la tienda, y todas las copas de cristal tallado, y los centros de mesa… ¡Está todo tan bonito y expuesto con tan buen gusto! Pero me reprimo porque no están las cosas para abusos y, además, luego todo son trastos por todas partes. Compro lo esencial para formar mi ramo y me empleo con ganas en su confección: A un lado las azucenas, los dos gladiolos sobresaliendo unos centímetros por encima de los claveles moteados; la rosa roja en el centro, altanera, que para eso lleva el nombre de las mujeres que tanto me quisieron y quiero; y la paniculata salpicando todo el conjunto reposado sobre el lecho verde de hojas de boj.

Ahora, coloco mi ramo en el búcaro, junto a la cruz. Deposito un beso en mi mano y poso esta suavemente sobre las dos fotografías ovaladas de color sepia que presiden la losa, algo por encima de los nombres y fechas talladas en el granito. Ya no hay cipreses, eso es algo que pertenece a otros otoños, cuando el nombre del recinto se apellidaba Santo. No, no hay cipreses y, a veces, por el aire se extiende un olor como de ceniza.

 

 Fotografía: LEH

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