domingo, 24 de abril de 2016

Paseo hasta la casa del escritor



 
 
 
No hace mucho, en uno de esos paseos que a veces me permito acompañada de mis particulares dioses, caminé muy cerca del mar. Era una mañana de primavera, el Mediterráneo estaba precioso, con sus azules más elegantes difuminándose hasta la línea del horizonte. No hacía viento, pero la brisa se dejaba arrastrar por el perímetro lo justo para que los niños pudieran volar sus cometas.
Yo caminaba siguiendo los pasos de esos, mis dioses,  hacia la casa del escritor, una magnífica casa situada frente a ese mar que es también mi mar. Ya en el interior del inmueble, con una complicidad conocida ya desde hace mucho tiempo, ambas contemplábamos los efectos personales del novelista: sus gafas, pluma, petaca, cuaderno de notas… Pero en la casa había más cosas, eran sus muebles, o parte de ellos. Los elementos decorativos que los ocupaban se nos antojaban a las dos mujeres elementos de reciente adquisición, colocados entre los originales disimuladamente para hacerlos parecer igualmente viejos. Disfrutábamos con toda la información que la Casa Museo ponía a nuestro alcance; nos admirábamos de la capacidad del autor, de la cantidad de obra publicada e ignorada por nosotras. Nos dábamos cuenta y coincidíamos en nuestro criterio acerca del silencio en las aulas: unas veces por su condición de republicano y otras por la de la lengua empleada por su pluma.
No era en eso en lo único que coincidíamos… La conozco y la intuyo —a la mujer que es hoy—, desde hace casi veinte años. Siempre la he considerado una persona especial, la quiero por lo que es, y por lo que siente hacia ese otro ser especial. Ambos lo son. A veces contemplo su mirada en las instantáneas que guardo en mis archivos. Veo a través de ella, de esa mirada, la penetro y veo la tierra en su origen; adivino un halo que la transciende hasta el principio de los tiempos, y hasta más allá del instante presente… y del que está por llegar. Cuando camina es la vida que camina; cuando medita, es la razón que ocupa su materia que medita; cuando dirige la mirada hacia un punto indefinido, se embebe de lo mirado, y lo guarda para sí, aumentando el misterio que nos es negado a quienes la observamos en su contemplación… y entonces recuerdo las palabras pronunciadas, en un día ya lejano, por la voz adolescente que se abre al amor, al primero y más intenso: «¿Verdad que es guapa?» y recuerdo mi respuesta que en nada ha cambiado con el transcurrir del tiempo: «Lo es, vaya si lo es…, “y mucho más que eso”», pensé ya entonces.
El tiempo me dio la razón y ahora continúo caminando, observando sus pasos que, delante de los míos, caminan de la mano.

Y hago como que miro al mar…
 
 
Imagen: LEH - Interior de Casa Museo Blasco Ibañez

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