viernes, 7 de noviembre de 2014

Javalambre-Cella-Teruel






La noche se adivina fría. Salimos de casa en la mañana con ropa casi veraniega y ahora se hace preciso un poquito más de abrigo. Un paseo por las escasas calles que conforman Tramacastiel nos reconforta. Atravesamos rincones bonitos, rincones en ruinas y rincones con historia. Es un pueblo limpio, con flores en cancelas y ventanas. Abundan los rosales de diversos colores y extraordinaria fragancia. Los muros de las casas son gruesos, de piedra, silenciosos y pacientes. Quizá conocen lo incierto de los días venideros.

En la terraza de La Barbacana varias personas toman su cerveza. Tienen un perrillo blanco que nos mira curioso mientras sus amos conversan en torno a la cobertura de internet. Yo me acomodo en el anorak y mentalmente tomo nota de cuanto me rodea: la casa de enfrente con su hilera de rosales a lo largo de la fachada, las ventanas de madera, el suelo de la calle empinada, el cielo ya de noche… la misma luna y las mismas estrellas que a estas horas iluminan mi playa y mi sierra, apenas unos ciento veinte kilómetros más abajo. El perrillo, atado a una de las sillas, ladra al ver desaparecer a sus dueñas tras la puerta de la hostería. La noche es serena e invita al descanso. Nosotros hemos madrugado mucho y caminado bastante. Es hora de recogernos.

Amanecemos una hora antes debido al cambio horario durante la noche. La mañana también es bastante fresca y se agradece el desayuno calentito a base de café con leche y tostadas untadas con el aceite de la zona. En la mesa de al lado una joven pareja se prepara para el que será su segundo día de ruta. Llegaron un día antes que nosotros y ayer recorrieron la ruta de las minas y de los Amanaderos. Su intención es ir hoy a visitar el nacimiento del Tramacastiel. Les indicamos el camino y les muestro las fotos que saqué del lugar. La chica, a su vez, me muestra la de los Amanaderos y las cuevas del barrio minero, recomendándome que no me vaya sin visitar estas últimas: «Os pilla casi de camino y vale la pena entretenerse» me dice. Pero nuestra ruta de hoy ya está trazada desde hace unos días. «Quizá en primavera» respondo mientras nos despedimos de ellos y de Ricardo.

Mi deseo es ir al municipio de Libros y sentarme a la orilla de su río, aquí ya con denominación levantina: El Turia. Su otro nombre, “Guadalaviar” que tanto me gusta, se quedó cauce arriba, en los lechos próximos al nacimiento.

Todavía no me sale al encuentro pero lo adivino cerca, tras las próximas curvas de la carretera, corriendo en paralelo al municipio que lo separa de los grandes roquedales. No tengo prisa. Llegamos despacio, observando el paisaje, tan bello y tan de otoño, tan dorado y tan húmedo, en contraste con el cielo azul y la superficie rocosa de sus montañas. No nos detenemos en el pueblo, sino que seguimos un poco más adelante, al lugar en el que el río es solo eso: corriente que se desliza sinuosa, saltando aquí y allá sobre las lanchas del lecho fluvial. Y ahí nos detenemos para que yo me acerque a su ribera y hoye con los pies el follaje del suelo, espeso, crujiente, a la espera bajo la arboleda de que algún rayo de sol atraviese las copas y le deposite un haz de luz. Permanezco en silencio, mirando cómo llegan las aguas, escuchando su voz y, de vez en cuando, volviendo la mirada hacia el cielo, hacia las montañas desnudas de enfrente, Así pierdo la noción del tiempo mimetizada con el paisaje.

«La fuente de Cella nos espera», una vez más mi compañero me saca del ensimismamiento que me produce la escena. No sé cuánto tiempo ha transcurrido desde mi comunión con el río, pero a mi llegada hacía frío y ahora ya me desprendo del anorak. Me despido con tristeza de las aguas del Turia y me dejo fotografiar junto a ellas. Quiero recordarlas durante muchos días, evocar cómo bajan por el meandro antes de llegar a Libros. Y esa es precisamente la imagen que conservo durante el trayecto hacia Cella.

Detenemos el vehículo a la entrada de la población y emprendemos el camino hacia su fuente. También aquí caminamos junto a una espléndida huerta, limpia, cultivada con esmero. En dos de sus parcelas hay hombres trabajando, su espalda doblada bajo un sol que, a pesar de ser otoñal, se deja caer con fuerza. «Este calor no es normal en este tiempo, maños…» dice una señora que viene en la dirección opuesta, por nuestra misma acera. «No, no lo es, desde luego» respondemos, en esta ocasión, sin detenernos y sin solicitar un posado. Ahora yo sí llevo prisa. Quiero aspirar de nuevo el aroma de las rosas, disfrutar de los colores de las margaritas, cobijarme del sol bajo el arco de la buganvilla; y deseo volver a ver rebosante la fuente, el gran pozo artesiano.

Siento una tremenda decepción al ver que la fuente está prácticamente seca. Los setos tampoco están tan tupidos y floridos como yo esperaba. Tal vez la otoñada ha tenido algo que ver en el paisaje. No obstante, me dejo seducir por el ambiente y tomo asiento en uno de los bancos junto al macizo de margaritas.

Paseamos de nuevo, ahora dirigiéndonos hacia el centro del pueblo. Recorremos calles y doblamos esquinas hasta encontrar la panadería donde abastecernos de pan para casa y de unas pastas, de las de pueblo, de las de toda la vida: Rollitos de anís y mantecados.

Nuestra escapada de fin de semana está llegando a su fin. Un último punto nos queda en el que detenernos. Parada de obligado cumplimiento cada vez que visitamos estas tierras. Ahora ya, en silencio, sin apenas un recuerdo para las flores de la fuente de Cella, ni para los dorados de Tramacastiel, el verde de la vega del Riodeva o el susurro del Turia a su paso por Libros. Una imagen se abre ante nosotros nada más apearnos del coche estacionado en el Polígono Industrial, a las afueras de Teruel.

Estamos ante uno de los pozos de Caudé, la fosa que alberga los restos de más de mil personas ejecutadas por la Dictadura entre 1936 y 1939. La otoñada de la jornada anterior ha perdido de pronto el interés y únicamente los nombres y apellidos en las losas reclaman ahora mi atención. Nos detenemos ante la enorme boca del pozo y ahí permanecemos unos minutos. No hablamos, mantenemos la mirada fija en la gran circunferencia rodeada de ramos de flores. Miramos sin ver o, más bien, vemos sin mirar. Contemplamos con ojos de ayer, con duelo de ayer y rabia de ayer. Contemplamos impotentes un pasado que no debió suceder. Y aquí vuelvo a preguntarme por cualquiera de los inquilinos de esa fosa: Si lloró más que rio o fue al contrario, si amó y fue amado, si leyó al poeta o tuvo conocimiento de él, si antes de las descargas en su pecho pudo gritar un nombre, si tanto fue su amor por la democracia y la libertad como para morir por ella…

Damos un pequeño recorrido por el perímetro de la memoria, paseamos la vista por las diferentes losas junto al monolito, cada una de ellas con su ramo de flores artificiales, cada una a la espera de nuestra mirada. Lápidas que me hablan con voces roncas y me dicen: «Aquí nos trajeron y aquí quedamos. Para la vergüenza de unos, para el orgullo de otros, para la indiferencia de algunos y para el dolor de unos pocos… Cerca de aquí nos arrebataron la vida, y aquí vivimos la muerte, con la esperanza de no caer en el olvido»

Impotencia, rabia, tristeza y resignación pugnan por un espacio en mis sentimientos. No anoto nada en mi cuaderno de notas. Todo lo capto sin necesidad de apunte alguno, no poso junto al monolito como antes hiciera ante el macizo de margaritas, no sonrío mientras miro hacia el cielo, demasiado azul para estos instantes que precisan matices más oscuros. De repente siento frío y prisas por meterme en el vehículo.

Sobre las dos y media de la tarde tomamos la autovía Mudéjar de camino a casa, con la mirada triste y en silencio.

 

 
Imágenes: Río Turia a su paso por el municipio de Libros (Teruel) y Monolito dedicado a los vecinos republicanos ejecutados en la zona de Teruel.
 


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