jueves, 20 de febrero de 2014

Museo del lector

 
 
 


Hace unos días mi amiga y tocaya Lolapé decidió adentrarse en lo que yo denomino «museo del lector». Allí hizo acopio de varios libros, uno de ellos pensando en un regalo para mí. Según ella, le gusta mi forma «impresionista» de escribir. Por ello, cuando en el museo, ante sus ojos apareció Tole, catole, cuneta, de Javier Villán, no se lo pensó dos veces. Lo tomó entre sus manos, se colocó sus gafas de montura de pasta y, tras dar un exhaustivo repaso por sus páginas, lo echó a su carrito de compra.

Ni que decir tiene mi sorpresa ante este regalo. Lo primero que aprecié en él fue su sabor a viejo; después, su formato de tapa dura con lomo reforzado y el ocre de sus páginas, así como la textura apergaminada de las mismas.

A medida que lo iba ojeando, mi amiga Lolapé me iba diciendo quién es el autor, a qué se dedica y el porqué de haberse decidido a escribir este libro. Entre las dos, y bajo la atenta mirada de nuestros respectivos esposos, fuimos comentando el tema y lo apropiado de las ilustraciones.

No es este un libro que cuente nada nuevo aparecido en el mundo durante los días de incertidumbre y movimiento que atravesamos; ni tampoco una de esas novelas cuyos protagonistas atraviesan distintas aventuras en épocas de sobresaltos. No; este es un libro que recoge los antiguos juegos con los que los niños aprendían a convivir, a la vez que compartían los olores de la naturaleza y las materias que ésta les proporcionaba para su uso y disfrute, en los ratos en los que la faena en los campos, o en el interior de los hogares, les daba un respiro. Pero, además de juegos, en estas páginas encontramos cancioncillas y sentencias donde las palabras viejas, la mayoría de ellas en desuso, cobran el protagonismo de antaño. Algunas de ellas me llegan a través del autor de forma diferente a como yo las retuve en mi memoria; y algunos de los juegos que aquí se muestran se descubren por primera vez ante mi mirada, que los observa un tanto perpleja por lo inusual del juego en cuestión.

Sin duda, en el paseo por estas páginas no pasa desapercibido el punto de reflexión acerca de los cambios sufridos por nuestra sociedad en lo concerniente a la educación lúdica de nuestros infantes, y a los medios que les proporcionamos para que aprendan a relacionarse, mediante el juego, con los demás niños. Y es en este punto de reflexión donde me pregunto si nuestro interés al proporcionarles estos medios está directamente relacionado con su aprendizaje o si, por el contrario, va dirigido a nuestro propio interés, en un intento por dedicarnos a nosotros mismos y a nuestro trabajo sin que nuestros hijos nos importunen. Si la televisión vino a competir con la calle, ahora —llegado el tiempo de la era informática— hasta la creatividad de los más pequeños pasa obligatoriamente por el filtro del ordenador y de los monitores en colores que atraen la mirada de los más pequeños y, con ella, su interés.

No soy experta en pedagogía infantil, como lo es mi amiga Lolapé, pero advierto la falta de ese contacto con la tierra, con los bichos…, con los colores naturales de la vida, sustituidos hoy por el colorido artificial del plástico. Observo, sobre todo, la falta de curiosidad ante el brillo exagerado de esa estrella que sobresale por encima de las otras; y la escasa cercanía en la relación cuerpo a cuerpo entre los niños durante el juego. Espero que en los colegios de infantil se dedique el tiempo suficiente a estos elementos tan indispensables en el desarrollo del niño, ya que en el interior de las familias este aporte ha quedado relegado a un último plano. Tan solo la competición con la pelota es estimulada desde la más tierna infancia. Quizá es que los padres y abuelos actuales debemos hoy reeducarnos para poder ser capaces de educar a quienes vienen por la primera esquina de su tiempo.

Estos son algunos de esos juegos que se realizaban extramuros de los hogares y que a muchos nos parecerán bestiales; incluso pudiera ser que hoy los padres fueran amonestados por permitirlos, aunque no son más perjudiciales que otros actuales en los que está en juego algo más que un chichón, y cuyas consecuencias solo sean visibles a largo plazo:

«El pincho: juego que precisaba fuerza y rapidez por parte de sus jugadores. El  instrumento utilizado era  un palo de madera al que se clavaba una punta de hierro en uno de sus extremos. El primer jugador clavaba su pincho en la hierba y el resto debía hacer lo mismo, uno tras otro. Las clavadas quedaban así marcadas en la tierra. El juego consistía en derribar el mayor número de palos clavados y lanzarlos lejos mediante un golpe del propio…

El pite era algo parecido al béisbol americano. Los objetos necesarios para su práctica eran, como en el juego anterior, muy simples: una pala de madera de aproximadamente medio metro de longitud y uno quince centímetros de diámetro en su parte más ancha, donde cada cual adaptaba la empuñadura a su propia mano; y el pite —que daba su nombre al juego— que consistía en un trozo de palo de apenas diez centímetros de largo, afilado por los dos extremos. La construcción de la pala y la perfección con que se tallaba el pite eran el toque de distinción, la referencia marcaba el prestigio de cada jugador en este juego.»

El Burro, El Chorromorro, El Pañuelo, El Escondite, Capar el Agua, Las Tabas, Las Canicas, El Corro, El Castro (Xambori)… son otros tantos juegos rescatados del olvido en esta pequeña obra.

Las educadoras infantiles ejercen actualmente, de alguna manera, de madres y padres en ausencia de éstos; entre sus labores de educadoras-cuidadoras procuran establecer el equilibrio adecuado entre lo viejo y lo nuevo; se interesan por esta clase de libros con el fin de rescatar lo positivo de lo que en ellos se nos cuenta, y saben que han de emplearse concienzudamente en interpretar aquel papel llevado a cabo en aquellos otros días por los hermanos y hermanas mayores, verdaderos guardianes de los más pequeños; tanto en lo tocante a la educación como a su cuidado físico. Hermanos y hermanas mayores que, en ocasiones, significaron el modelo a seguir para quienes les sucedían, y de cuyas voces evoco hoy alguna cancioncilla perdida en la memoria y reencontrada en este regalo de mi amiga Lolapé; en especial, aquella que hablaba de lo particular de mi patio:

El patio de mi casa es particular;
 cuando llueve se moja como los demás.
Agáchate…
 

Ilustración: Portada del libro Tole, Catole, Cuneta. JAVIER VILLÁN. (Ed. Akal S.A. 1999)

 

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