jueves, 17 de octubre de 2013

MIGUEL - Primera parte.




La mañana era soleada y algunos ancianos se encontraban sentados en un banco, junto a la fuente carente de agua que presidía el centro de la plaza. Una furtiva pelota se acababa de colar en el césped del recinto ajardinado y, al momento, unas piernas flacas y huesudas echaron a correr tras ella, ajenas a la atenta mirada que el guarda les propinaba y que no tardó en dar un tirón de orejas al muchacho que había hecho caso omiso del gran cartel que advertía aquello de: «Prohibido pisar el césped»

Miguel perdió su pelota que fue requisada por el guarda como castigo por su acción incívica, y con la cara acalorada y los ojos llorosos por la rabia, se marchó hacia los recreativos, en espera de la hora para ir a comer. Los otros chicos se dispersaron una vez desprovistos de su esfera mientras dirigían miradas de fastidio al funcionario del ayuntamiento, y de despedida a la canasta que hasta entonces había sido su centro de entretenimiento.

No había clase en el Instituto. Una vez más, el colectivo docente se sumaba a la huelga propuesta por el sindicato. En el último mes se habían perdido ya tres jornadas completas de enseñanza, pero a Miguel le importaba poco. Últimamente los estudios y todo lo que había llenado sus horas le parecían algo lejano y carente de sentido. Se sentía apático, sin esperanzas de futuro, y, sobre todo, se sentía tremendamente solo; ahora, el hecho de que el hombre de la plaza le hubiera quitado su pelota y humillado delante de los otros chicos terminó por amargarle la mañana.

De haber sido más pequeño no le habría preocupado. Hubiera ido hasta su madre explicándole lo sucedido y ella se las hubiera arreglado con el hombre; además, lo más seguro, es que ésta le habría devuelto el tirón de orejas. Pero ahora era mayor y todo era diferente. Su etapa de adolescente no le agradaba. Al principio resultaba hasta divertido; incluso a veces, se sorprendía ante el espejo del aseo hablando solo, en voz alta para comprobar con satisfacción el cambio sufrido en su timbre de voz. También se entretenía bastante cuando reventaba sus primeros granos y saltaban con fuerza desde dentro de sus poros. «¡Bingo!» exclamaba satisfecho cuando alguno rebotaba sobre la superficie del cristal. Ahora, sin embargo, los malditos granos se habían convertido en un suplicio. Inflamados y purulentos siempre estaban sobre su piel; se secaban unos y otros los reemplazaban. Primero le picaban, luego le escocían y al final, siempre dejaban su huella.

No; no era esa su idea de la adolescencia. Él esperaba un poco de autonomía para hacer lo que le viniera en gana, y con sus quince años, aún le requisaban la pelota ante la mirada divertida de cuatro viejos y varios chavales amigos suyos. En su casa no sólo le seguían tratando como a un niño, sino que, además, le daban todos los días la misma monserga. El cambio en su voz y el estiramiento de sus huesos sirvió para que sus padres tuvieran un mayor control sobre él.

«Estás en una edad peligrosa hijo. Mira bien con quién andas no te vayan a dar a probar cosas malas. No bebas alcohol, no fumes...» le decían.

Pero lo que más le molestaba, era la broma diaria con que su madre le obsequiaba cada noche cuando se arrimaba a su cama para arroparlo:

«No hagas cosas feas que si no, no se te irán los granos».

Aquello lo sacaba de sus casillas. No sólo tenía que soportarla cada noche arropándolo hasta el cuello cuando él tenía un calor horroroso, sino que, además, el detalle de la bromita lo tenía verdaderamente asqueado.

«¡Me quieres dejar en paz. Todas las noches me despiertas con la misma chorrada!»

Se preguntaba si todas las madres serían igual de cargantes que la suya, y se sentía mal al comprobar que cada vez la iba detestando un poco más. Aquello no debía de ser lógico. No podía concebir la idea de aborrecer a su madre ya que, hasta hacía poco, ella era su mejor amiga. Le gustaba verla cada mañana preparándole su Cola-cao mientras escuchaba las primeras noticias en la radio. Veía el brillo de la felicidad en sus ojos cuando pacientemente los maquillaba, y él también se sentía feliz.

Por aquel entonces compartía con ella sus juegos y deberes escolares. En la casa siempre había otros chiquillos y ponían su habitación manga con hombro; después ella lo ordenaba todo sin quejarse. Nunca le molestó que otros niños vinieran a casa; al contrario, le gustaba hablar con ellos, no como a alguna que otra madre de sus amigos que siempre los mandaba a jugar a la calle para que no le ensuciaran nada.

«¡Pero es que ahora se ha vuelto tan machacona y pesada. No hay quien la soporte...»

Pensando en la pesada de su madre llegó hasta los recreativos. Apenas recordaba el incidente de la plaza, aunque seguía cabreado. No echó monedas a las máquinas. Nunca lo hacía. En realidad, tampoco le gustaba mucho ir allí, pero no había muchas opciones.

Como siempre que había jóvenes, el grupo de los desocupados no tardó en hacer su aparición. No le gustaban nada aquellos chicos. A decir verdad, no eran ya chicos, sino adultos a quienes les interesaba rodearse de chavales. Siempre andaban ociosos, con su coche cubierto de polvo adherido a la chapa y sus ojos profundos mirando en todas direcciones mientras se hacían los simpáticos con aquellos que se dejaban apabullar por sus historias. Miguel sabía que se dedicaban a regalar a los chicos pequeñas dosis de su mercancía ilegal. Todo el mundo lo sabía pero nadie hacía nada al respecto. ¡Y era tan fácil dejarse llevar por ellos! En apariencia eran tres tipos normales que sabían ganarse a los chavales; los invitaban a cigarrillos asegurándoles que el aire que respiraban y las mierdas que comían eran más perjudiciales que el humo del pitillo. Los chicos, recordando el último escape de la Química del polígono industrial y el olor que dejó durante unos días en los barrios adyacentes, admitían el cigarrillo seguros de no hacer nada malo.

«¡Qué hay chaval...» uno de ellos se le acercó y Miguel respondió indiferente: «Pues ya ves... pasando el rato». Un poco temeroso de haber ofendido a aquel joven desaliñado con su indiferencia, se marchó para su casa...
 
Continúa en capítulo siguiente.
De: Cuentos del Puerto,  Miguel.
Ilustración: Débora Tráchter
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario