jueves, 17 de octubre de 2013

MIGUEL Cap. final






No le apetecía mucho el reencuentro con su padre. Sabía que le reñiría por no haber aprovechado la mañana de huelga en repasar las materias más duras. Todo el día andaba mirándole los blocs. Ahora ya no estaban tan cuidados como antes; además, estaban llenos de correcciones en rojo. Eso no le pasaba con frecuencia cuando estaba en el colegio, pero el instituto era diferente. No eran tan fáciles los ejercicios. «Por eso debes trabajar más», le había insistido la noche anterior.

«¿Qué habrá hoy de comer? Tengo un hambre atroz. Después de las lentejas de ayer cualquier cosa será un manjar». Recordó que discutió con su madre cuando él le dijo que las lentejas eran asquerosas. Le apetecían macarrones o paella; pero no... su madre le había puesto: lentejas asquerosas.

«No son asquerosas y además de tener mucho hierro, son baratas. Si quieres llevar zapatillas y chandals de marca tendrás que acostumbrarte a comerlas, al igual que otros platos de caliente. Si deseas caprichos para tus pies y para tu cuerpo, deberás privar a tu paladar de ellos. Con lo que costaron tus patines teníamos para el presupuesto de la cocina de toda la semana», le recriminó ella.

Tras la reprimenda se levantó de la mesa y se fue hasta el televisor. Se estaba hartando de que le hablaran de dinero cada vez que no le gustaba la comida.

El timbre del teléfono interrumpió la discusión. Miguel se sonrojó al escuchar la voz de Sonia, una compañera de clase. Le pedía unos apuntes de Sociales y de paso aprovechaba la ocasión para preguntarle si había visto a Carlos, otro compañero.

Aquello le molestó. No es que bebiera los mares por Sonia, pero que ésta le utilizara a él para conseguir información sobre el otro chico le fastidiaba. Carlos sólo estaba por el fútbol, las clases y las pizzas. Y eso era lo más normal. ¡Cómo iba Carlos o algún otro del grupo a perder el tiempo con las chicas! Sin embargo, ellas siempre andaban alrededor. Aparecían en los entrenamientos, en los bancos de la plaza mientras ellos daban unas patadas al balón o se reunían a contar chistes, en el Instituto, a la hora del almuerzo, y ahora hasta por teléfono.

En una ocasión Sonia le había pedido por favor que se enterara de quién le gustaba a Carlos. Aprovechaba la relación de amiga de la infancia con Miguel para que éste la tuviera puntualmente informada de todos los movimientos del amigo.

«¡Por qué se empeñarán en tener novio con quince años!» A Miguel no le entraba en la cabeza que su compañera y vecina, al igual que el resto de las chicas de clase estuvieran tan pendientes de ellos. ¿No se daban cuenta de que les perturbaba tenerlas cerca? Eran de la misma edad pero ellas ya no jugaban. ¿O sí? Quizás en eso consistían sus juegos; en ponerse medias y minifaldas los sábados por la tarde, botas con suelas de plataformas, cortarse el pelo de la misma manera y dibujarse aquella fina línea negra en el borde de los párpados.

Reflexionó acerca de cómo se habían distanciado tanto los chicos y las chicas. Iban juntos al colegio desde su etapa de preescolar y siempre fueron como una familia hasta que, más o menos en séptimo, ellas empezaron a formar curvas y prominencias en sus pechos. A partir de ahí todo cambió. Abandonaron sus barbies y empezaron a reunirse en pequeños grupos para hablar de los chicos de las series televisivas, en las que todos los jóvenes eran asquerosamente atractivos y pijos.

Reflexionando sobre la evolución sufrida por las chicas, tan diferente a las de ellos, se encontró muy cerca de su casa.

Se sentía muy extraño. Por alguna razón se hallaba invadido por una sensación de ligereza, de vacío...

Se sorprendió al observar que el jardín que solía contemplar desde su habitación, había dado paso bruscamente a una pequeña parcela bordeada de altos cipreses. Su desconcierto fue dando paso, poco a poco, a una total desorientación.

«¡Cómo he podido perderme...!» pensó sobresaltado. Se volvió hacia atrás y divisó a lo lejos la plaza y a los ancianos todavía sentados frente a la fuente. Retomó aturdido el camino de regreso. Atravesó nuevamente la plaza y muy pronto se encontró en la avenida, dirigiéndose otra vez a los recreativos. Para su sorpresa, éstos se hallaban cerrados a pesar de no haber transcurrido ni quince minutos desde que los abandonó,

«Debo de estar sufriendo una alucinación. No he desayunado bien y ayer tampoco comí mucho. ¡Cómo voy a olvidar el camino a casa. Estaría loco!»

Se dirigió de nuevo hacia allí. El tráfico era fluido; la gente volvía a sus casas para comer tras una pausa en el trabajo, y los ancianos se despedían ajenos a la mirada del chaval que los observaba confuso. El guarda ya no estaba, y Miguel aprovechó para introducirse en el césped pisoteándolo sonriente, aunque todavía con la incertidumbre de no saber qué le había pasado un poco antes. Más tranquilo, salió corriendo hacia su casa para comprobar con estupefacción que había desaparecido junto con toda la manzana, y que en su lugar se apiñaban edificios sin balcones a ambos lado de la calle que había cambiado su jardín por largas filas de cipreses verdes.

Esta vez no se limitó a sentirse extraño. Se sintió verdaderamente aterrado. Algo en su estómago se revolvía produciéndole unos dolores terribles y una tremenda angustia.

Deseaba con todas sus fuerzas llegar hasta su portal, subir corriendo los tres pisos de escaleras, hallar su puerta abierta y cerrarla con un fuerte portazo tras él; ansiaba cruzarse con su perro por el pasillo y sentarse a comer a la mesa un buen plato de asquerosas lentejas.

De repente comprobó cuánto necesitaba a sus padres. A su madre atormentándole mientras lo arropaba en su cama; a su padre centrándose en las libretas y comentando los últimos resultados de la liga de fútbol.

Ahora estaba seguro de que no estaba sufriendo una alucinación. Algo muy grave le sucedía... A rastras llegó hasta una de las ventanas del primer edificio y llamó fuertemente.

Una señora a la que no reconoció como ninguna de las vecinas se asomó. Llevaba un extraño pañuelo cubriéndole el cabello, y sus ojos parecían encerrar dentro un mar de calma.

‒Necesito ayuda. Estoy perdido y no encuentro mi casa. –le dijo a la mujer entre sollozos.

La señora le dirigió una mirada de comprensión y le sonrió.

‒Enseguida estoy contigo; no sufras.

Al momento se encontraba junto a él acariciándole el rostro, y sólo entonces pudo observar Miguel que, pese a ser una mañana con una temperatura muy agradable, ella llevaba sobre sus hombros una especie de chal de encajes grises que le caía hasta casi los pies.

‒Mira ‒le dijo‒; ¿ves a aquel anciano? También está desorientado.

Miguel miró hacia el otro lado de la calle y vio que un anciano andaba con paso torpe volviendo su canosa cabeza en una y otra dirección. Por el medio paseaban distraídas dos chicas de unos veinte años.

‒Una de ellas se ha perdido, como tú; la otra no. La otra vive aquí desde hace tiempo. Cuando te tranquilices te llevaré hasta ellas.

‒No deseo conocerlas. Solamente quiero llegar hasta mi casa y encontrarme con mis padres. Me encuentro muy mal. Por favor ayúdeme...

Comenzó a vomitar y, casi al mismo tiempo, el anciano llegó hasta ellos y tomó asiento al pie de uno de los cipreses. Observó a Miguel y a la señora con una mirada de tristeza resignada en sus ojos.

‒¿Usted también desea encontrar su casa? —preguntó la mujer.

‒No; yo acabo de encontrarla –respondió el viejo‒. Pero, el chico... ¿Sabe usted una cosa señora? –el hombre miró a su alrededor como si intentara encontrar algo o a alguien‒; si he de dar cuentas de los errores de mi vida estoy preparado, pero en el caso del chico no es justo. El chico debe exigir cuentas y no darlas.

‒No se enfade usted con Él –respondió la mujer‒. Yo misma acompañaré al muchacho a su casa.

Lo tomó de la mano y le limpió la cara. Le arregló el cabello y lo condujo hasta la plaza. Cruzó a la avenida y, al llegar al lugar de los recreativos, vieron que se aglomeraba una multitud de personas, sonidos agudos y luces rojas y azules. Entre las luces había una muy especial. Una luz que no se correspondía con ninguna de las que él conocía. Al llegar hasta ella observó que iluminaba una puerta parecida a la de su portal, pero no era la misma.

La mujer la empujó y tras ella se abrió paso una amplia calle de edificios, en cuyos balcones se veían plantas y alguna que otra jaula con periquitos verdes y azules.

‒Ahí está tu casa chico. Ve tú mismo a encontrarla.

Besó a Miguel en la frente y volvió sobre sus pasos. Él se quedó mirándola mientras caminaba. Ella no se giró en ningún momento. Parecía deslizarse sobre unos pies descalzos, y su cuerpo era una fina silueta envuelto en su chal de encaje gris. Miguel se dio cuenta de que jamás recordaría el color de su pelo oculto en su extraño pañuelo. También se percató de que no se había fijado en el color de su piel, ni en el tono de su voz...

‒Señora... –llamó; pero la señora no lo oyó; seguramente debido al ruido de la gente y al zumbido de aquellas luces que dificultaban el tráfico en la avenida.

Mientras la mujer desaparecía, Miguel sintió una punzada de dolor en el pecho y escuchó la voz de alguien muy cerca de él que decía haber recuperado algo. «Ya le tenemos señora. Le hemos recuperado». A continuación escuchó también la voz de su madre. Una voz angustiada y a la vez de una firmeza y una dureza que jamás había observado en ella. «Que Dios en su insensibilidad les perdone, porque yo no voy a hacerlo».

Hora y media más tarde, los diferentes medios de comunicación se hacían eco de la noticia: Un artefacto ha hecho explosión a las 12:45 horas en la Avenida Central, junto a las oficinas de Correos. Un funcionario ha resultado muerto y varios viandantes heridos; uno de ellos de extrema gravedad. Se trata de un chico de quince años que se dirigía hacia su casa desde los recreativos próximos a las oficinas afectadas.

 
De: Cuentos del Puerto Miguel  (final)
Ilustración: Marina R. Soler

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