lunes, 22 de octubre de 2012

Llueve sobre la ciudad

 
 
 
 
 
 
 

Una lluvia finísima se acomodaba hoy sobre el asfalto de la ciudad. Los vehículos guardaban la distancia de seguridad y los peatones esperaban el cambio de semáforo apostados en la acera, debajo de los balcones. Mientras la observaba me daba cuenta de que echo de menos los charcos de antaño, como echo de menos los colores grises de la lluvia vieja. La nueva, la de ahora, brilla en distintos colores procedentes de las luces de los escaparates que se reflejan en la suave película formada en el suelo.

Ahora parece que llueve en colores sobre el asfalto. Desde mi balcón, dirijo la mirada hacia poniente y contemplo la serpenteante avenida como se contempla la silueta del rayo en la noche oscura. Es la hora del crepúsculo. La calzada todavía está mojada y los postreros rayos del sol se asoman tras las últimas nubes, alargando sus dedos hasta rozar las luces de los focos de los coches y de las farolas que comienzan su andadura nocturna. La magia cobra vida y comienza el espectáculo. Es un abrazo luminoso que dura solo un instante. Después… la noche.

Los empleados del supermercado se despiden; los de la tienda de electrodomésticos salieron antes y bajaron las pesadas persianas. Tan solo la agencia de viajes permanece abierta. Unos clientes de última hora mantienen a las empleadas atareadas entre folletos. Con disimulo, una de ellas mira fastidiada su reloj de pulsera. Se las ve nerviosas; con ganas de marcharse a casa y descansar. Si por lo menos los clientes se comprometieran con un buen viaje, habría valido la pena.

Todavía hay transeúntes. Algunos se dirigen a la cafetería pero otros se introducen en los portales de las fincas; los más, se pierden avenida arriba. Ya no los diviso, pero sí alcanzo sin embargo a ver las luces encendidas de las casas en los edificios colindantes. Siempre es agradable comprobar que tras los muros de lo que se asemejan colmenas humanas hay vida en continuo movimiento. Tras las cortinas translúcidas de las  ventanas se adivinan unas manos extendiendo el mantel sobre la mesa del comedor. Y al lado, en la ventana contigua, se apaga una luz que había permanecido encendida hasta entonces. Tal vez el chico o la chica terminó sus deberes y tras un último desperezo se dispone a cenar.

En la calle ya no llueve pero hace frío. El Focus de los vecinos del piso de arriba acaba de estacionar frente al local de la panadería. El hombre ayuda a su esposa que saca al bebé con el cuco del asiento trasero. Al verme me saludan con un gesto de sus cabezas y él se vuelve a meter en el coche. Tal vez lleva turno de noche y solo vino a traerla a ella y al niño. Tal vez es que se va y no piensa volver. Quizá ella le dijo anoche que ya no lo quería.

La gente ya no se quiere como antes. O se quiere de distinta forma; durante menos tiempo, pero con más calidad. En mi alcoba, una foto y un perfume me hablan desde el recuerdo: «Lo nuestro fue cantidad» parecen querer decirme, y yo, ignorando sus voces, me sumerjo en el debate sobre si estoy loco o cuerdo.

Con paso incierto me voy de nuevo al balcón. Escucho sirenas y, al instante, las luces de dos coches de policía se aventuran por la avenida; una ambulancia les sigue. Siento pena. Cada noche desfilan hacia el vial que conduce al hospital. Ayer fue una joven a manos de su novio; la pasada semana un niño, a la puerta del colegio; y hoy… quién sabe lo que habrá sido hoy.

Me vuelvo a la alcoba y decido acostarme vestido; por el frio. Me cuesta conciliar el sueño, y cuando lo consigo, pasos precipitados en el piso de arriba me despiertan. El bebé llora; la madre contesta por el telefonillo de la puerta a los policías que llaman al timbre.

Solo se escucha ya un sollozo ahogado y a lo lejos los truenos. Ya no duermo y el ruido en los cristales me indica que ha vuelto la lluvia.
 
De: Cuentos bajo la lluvia
Fotografía: Amparo Gil



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