jueves, 9 de agosto de 2012

La tarde en agosto





Por la tarde...

La tarde se muestra gratamente serena. En la casa hay silencio. Todos se han ido después de los postres y el alboroto de los más pequeños ha dado paso a la quietud que, poco a poco, se ha instalado por cada rincón.

Ya no hace tanto calor. El aire acondicionado ha cedido a la apertura de las ventanas por las que ahora, cercano el crepúsculo, se introduce sigilosa la brisa que, brincando por encima de las montañas, se precipita desde la costa.

Se escucha la música, «San Rafael», y el ambiente se vuelve más propicio para el descanso y la reflexión. La señora Andrea ya ha recogido el comedor y su marido está atando la bolsa de la basura y en breve se acercará hasta los contenedores, algo alejados del núcleo urbano.

Este año tampoco se irán de vacaciones. Hace dos que ya no van. Es por la crisis. A ellos no les afecta mucho porque, como jubilados, cuentan con una -casi cómoda- pensión. Pero hay que ayudar a los hijos. El trabajo está muy mal y además es precario.  Así que no les importa salir un poco menos, porque tener cerca a los hijos y nietos es lo que realmente les da vida. Vienen todos los domingos;  a veces, hasta los sábados. Y la casa parece que bulle. Es por los niños que no paran. Pero luego se van y vuelve la calma. Y en esa calma Andrea se regocija y Antonio, su marido, se crece. Se sienten saturados, henchidos de paz. El tiempo que pasan con ellos lo disfrutan como si fuera el último instante, porque saben que un día uno de los dos partirá y ya nada será igual, ni el sabor de las comidas, ni la brisa mediterránea, ni el trajín de los niños. Por eso cada minuto lo saborean como si fuera el último.

A la noche tal vez salgan a dar un paseo hasta el puente. Allí se ven las estrellas con mucha nitidez y hay unos bancos muy cómodos desde los que observarlas. Si está raso y hay luna llena los picos de la sierra serán visibles, cercanos, y se sumarán a la escena.

Desde la casa de Andrea, orientada hacia levante, se contemplan los tejados de las casas vecinas, marrones, de tejas antiguas, y el marido pasa las tardes de verano apostado en el balcón fumando sus últimos cigarrillos. Siempre dice que son los últimos, pero no consigue dejarlos. Ella, mientras tanto, conecta la tele y la deja sin volumen. No desea oírla. En realidad tampoco la mira. Solo la pone por costumbre —dice—, se acostumbró hace muchos años a tenerla conectada, cuando sus hijos eran tan pequeños como lo son hoy sus nietos. Pero de aquello hace ya bastante tiempo y los programas ya no son tan interesantes. A ella le gustaba Curro Jiménez y Un, dos, tres… pero el de Quico Ledgard, los posteriores ya no eran igual de entretenidos.

Antonio entra de vez en cuando al salón dejando una estela de olor a tabaco a su paso. Andrea reniega mientras teje sus labores. Yo escucho sus voces desde mi balcón y sonrío. Me encuentro muy cerquita, justo en la casa de al lado, y sus rutinas se entremezclan con las mías que adivinan mi propio futuro, a la vuelta de la esquina.

De pronto las campanas de la iglesia se entrometen en su conversación, a la vez que a mí me impiden escuchar la música con la que hasta entonces se relajaba mi vecina mientras tejía su tapete de ganchillo. «San Rafael» da paso al repique que se ha ido haciendo más intenso y, a no mucho tardar, la banda de música se sumará a la sinfonía eclesiástica. Este año hay nuevos educandos y los que se iniciaron el pasado año pasean ya sus instrumentos junto a los más veteranos.

Antonio sale otra vez al balcón y enciende de nuevo un pitillo. Yo me apresuro a levantarme de mi silla y dejar mi libro con su punto de lectura para más tarde. Nos saludamos desde nuestros respectivos balcones, apoyados ambos en la barandilla salvando las jardineras con los geranios y, como presentía,  el hombre protesta indignado por las campanas de la iglesia a las que de buena gana mandaría fundir y silenciar. Republicano y apóstata no aprueba su perseverancia. En el interior de la casa, su esposa ceja en su tejido y apaga el reproductor de la música acallando a Marradi. Se asoma también al balcón y me saluda contenta y alegre. «¿Te vienes? —pregunta— Me cambio el calzado y en un momentito estoy arreglada». Yo rechazo la invitación y muy pronto la veo cerrar su cancela y dirigirse calle abajo hacia la plaza de la iglesia. Es el día de la Virgen y en breve la imagen iniciará su recorrido anual por las calles estrechas del pueblo. Andrea avanza con paso rápido y seguro mientras se estira el vestido de domingo eliminando una posible arruga. Antonio me mira y mueve su cabeza con gesto de desaprobación. Yo le sonrío y vuelvo de nuevo a mi asiento bajo la ventana, en mi balcón, a seguir con mi lectura mientras mi memoria evoca otras tardes de verano y otros repiques de campana.

Fotografía: Ismahell.


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