jueves, 17 de mayo de 2012

El pato doctorado. Cap. III





Cap. III




Aún no había llegado el verano pero el tiempo era ya bastante caluroso; el pato escogió para sus días de descanso un lugar de la costa. Hacía mucho tiempo que no usaba ropa, era incómoda y no la necesitaba para cubrir su cuerpo y parecerse a los racionales. Una vez que fue aceptado por todos optó por mostrarse tal como era: un pato inteligente. Sin embargo, a pesar de no llevar ropas, su bolsa de viaje se hallaba repleta. Llevaba toallas para la playa, una gorra para evitar insolaciones, bronceador para el pico, cámara fotográfica, libros, casetes, cuadernos y bolígrafos... Había adoptado muchas costumbres de sus actuales vecinos y cada domingo por la mañana hacía footing por las calles de la ciudad. En realidad, no estaba preparado para algunas de aquellas costumbres y le costaba bastante trabajo realizarlas. Asistía una vez por semana a una tertulia televisiva donde un cura retorcido le ponía las plumas de punta. También se había acostumbrado a algunos vicios que como los observara en sus dioses, los tomaba como valores propios de la sabiduría y así, empezó a aspirar el humo de los cigarrillos, a compartir el porro con los colegas y, de vez en cuando, a esnifar su raya de coca. Tuvo que acostumbrarse también a tomar analgésicos para los dolores de cabeza que cada vez eran más frecuentes.

Ahora, bajo la sombrilla proporcionada por el hotel, y con las gafas de sol apoyadas en el pico, observaba a los niños que jugueteaban en la orilla del mar enfundados en sus flotadores con siluetas de cuellos de pato. Aquello le hacía gracia porque pensaba que, de alguna manera, los racionales se inspiraban en los de su especie para hacer frente a la ansiedad por aprender a nadar.

Se cansó muy pronto de la playa, no tanto por el calor que le producían las plumas, como por lo insoportable que le resultaba la arena que se adhería en ellas y que le producía unos picores terribles. Así pues, se marchó para el hotel, donde su mal humor cambió súbitamente al ver entrar por sus puertas a unos colegas con los que enseguida se puso a hablar amigablemente.

Eran varios doctores que formaban parte del grupo denominado El Bostezo. El pato todavía no sabía muy bien las actividades de aquel grupo y pensó que ahora sería buena ocasión para averiguarlo y ver la forma de involucrarse en el mismo, si es que lo creía conveniente para su evolución. Aquella gente ya llevaba mucho tiempo funcionando pero nunca le habían invitado a unirse a ellos, y esto le tenía un poco preocupado, hasta el punto de que a veces no podía evitar sentirse marginado.

«Bueno, bueno...me quedan unos días de descanso. Los dedicaré a profundizar sobre la conveniencia de tratar con estos colegas» pensó.

Cenó copiosamente y no durmió bien. Al amanecer se despertó sobresaltado. Había tenido un sueño horroroso, en el cual, su pico se veía transformado en sensual boca femenina que devoraba una enorme hamburguesa, mientras, con los ojos desorbitados, recorría con una mirada no menos voraz, la gran mesa de trabajo de la cocina de un prestigioso restaurante. Allí, en aquella mesa de trabajo, unos racionales con grandes delantales manchados de sangre, despedazaban los animales que luego eran sazonados y metidos en grandes baldas que iban a parar al horno. En un rincón de la cocina, otros ocupaban su tiempo en cascar montones de huevos que luego batían en una máquina.

Sintió unas náuseas terribles y notó que las sábanas se mojaban y ensuciaban bajo su cuerpo que, presa del terror, se había descompuesto. «Me volveré loco» pensó, y recordó que a su llegada a la ciudad y ver la forma en que las gentes se alimentaban, no tuvo más remedio que dar la espalda a la piedad y aceptar aquella costumbre de los dioses. Nunca debía pensar como un pato si quería sobrevivir en aquel mundo. Por fortuna, cada vez eran más aquellos que protestaban contra la caza indiscriminada y alertaban a las autoridades sobre las consecuencias derivadas de los restos de munición que se empleaban en las cacerías. Estos restos eran ingeridos por los animalillos que se alimentaban en los terrenos acotados y se envenenaban lentamente. Según estudios realizados por profesionales, se alteraba el orden normal del ecosistema, y había organizaciones que se movilizaban en contra.

El sueño le tenía trastornado. Nunca había ocurrido nada semejante. Estaba seguro de que a él nunca lo cocinarían; eso jamás se le pasó por la cabeza, ni siquiera cuando oyó a un famoso cocinero que cada día daba sus recetas por televisión, aquello de cosa que vuela, a la cazuela. Él no había volado nunca. No le había hecho falta. En su ciudad no tenían que emigrar en busca del buen tiempo, porque allí el clima era estupendo. También había otras cosas que les permitía vivir con mucha autonomía sin tener que desplazarse.

Fue así, pensando en su ciudad, que consiguió relajarse, y el temor dio paso a la nostalgia. No es que hubiera vivido muy feliz allí, pero a pesar de ser un incomprendido, algo de aquellos animales, de vez en cuando tiraba de él.

¡Si por lo menos alguno de ellos hubiera compartido sus inquietudes!... Pero no; aquellos necios no se molestaron nunca ni en leer a los viejos poetas. No tenían sueños, ni ganas de aprender. Cuando algo les dolía, llamaban al pato para que les recetase sus remedios caseros y luego, hala... a olvidarse. No se preocupaban nada más que de dormir, comer y otra vez dormir; y así hasta morir. «Eso no es vivir, sino esperar que llegue el final, y hacerlo en medio del tedio y la monotonía. Algún día regresaré y cuando escuchen mis grabaciones sabrán lo que se han perdido por culpa de su ignorancia».

Con el ánimo más calmado, decidió que no bajaría a la playa. Se quedó todo el día en la terraza del hotel releyendo una de sus obras preferidas: Las Ruinas de Volney. Se la proporcionó una compañera cuando él estaba confundido con la idea de la religión. También le regaló una Biblia, pero su lectura no le hacía reflexionar tan profundamente como la obra del duque pensador.

Entrada ya la noche se acomodó frente al televisor para escuchar los informativos. Las noticias de los atentados y de los accidentes de tráfico ya no le hacían estremecer como al principio, ni tampoco las imágenes de las tragedias en aquellas tierras lejanas donde, cuando no temblaba la tierra, la montaña escupía fuego o las aguas se tragaban pueblos enteros. Sí le dolían aún las miradas de aquellos seres inocentes pidiendo ayuda al cielo. Aquellos ojos oscuros que ocultaban su rostro tras un sagrado velo. Aquello sí que le dolía al pato, porque eran ojos a los que se les impedía ver. A los oídos de aquellas diosas no les estaba permitido escuchar y a su necesidad de aprender se le negaba el acceso a las ciencias. Y es que, al pato le dolía la ignorancia impuesta a la fuerza, tanto o más que el sufrimiento físico de aquellas hembras.

Hoy, sin embargo, las noticias no eran tan dramáticas como en otras ocasiones. Aparte de aquellos escándalos tan usuales y repetitivos de las malversaciones, y algún que otro desliz erótico por parte de un presidente de una de las grandes potencias racionales, no había nada de mucho interés, y el pato se fue a dormir no sin antes recurrir a una pastillita que le hiciera descansar durante el sueño. Necesitaba estar muy sereno al día siguiente ya que, antes de despedirse de sus colegas, tenía el propósito de aprender muchas cosas acerca de aquel grupo del Bostezo.



 De: Cuentos del Puerto. El pato doctorado
Ilustración: Lamber

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