viernes, 13 de abril de 2012

Sentada en el espigón







El frío se despide y con una primavera recién estrenada, la calle se viste de gente. Los atuendos han cambiado sus colores y texturas. Para algunos inquilinos del parque esta es su primera primavera. Para otros, quizá la última.

    Aún no ha caído la tarde pero la plaza enmudece y mis pies se resisten a emprender el camino de regreso a casa. Se muestra propicia para el paseo y un aroma inconfundible me invita desde algo más abajo de las murallas. Es el aroma del mar que sube hasta la loma y me incita.  Mansamente me dejo seducir y me llego hasta su orilla que espera mi regreso junto al muelle, donde las rocas del espigón me brindan su asiento. Allí me acomodo, respiro hondo y dejo que mis pulmones se llenen del aire salobre con reticencias de un pasado que ya se me antoja lejano. Permanezco atenta al sonido que hacen las aguas en su golpeteo constante sobre las rocas. Es un sonido familiar que me relaja y que me transmite paz; mucha paz. También produce un efecto narcótico en mi espíritu que por momentos parece evadirse. Mientras tanto, por la bocana del puerto, una humilde embarcación se aproxima despacio, con su caminar sofisticado y un séquito de gaviotas cediéndole el paso. Desde mi lugar privilegiado en mi lecho de piedras, alcanzo a divisar al marino que dirige su nave hacia el punto de amarre. Es un hombre mayor, un veterano del mar cuyo cabello entrecano se oculta tras una gorra de lana y, aunque no hace frío, viste su cuerpo con pelliza de cuero. A pesar de la prenda de abrigo se adivina el tatuaje en su antebrazo: Un crucifijo y un nombre.

    Me saluda con la mano y sonríe. Sus ojos negros albergan la sabiduría del tiempo y hablan de otras costas, otras gentes y otros puertos; también de otros días y otras horas. Siento deseos de correr hacia él y desoyendo el susurro del agua sobre la superficie rocosa me desprendo de su encanto y me apresuro hacia el embarcadero. La maniobra de atraque ya casi está concluida, de popa, como siempre. En el costado del casco, pintado de blanco sobre el fondo azul, su nombre: La Mercedes.

   Con sus pies en tierra firme, el hombre llegado del mar se aferra a mi mano. Atrás quedó la arbolada, y un poco más allá, el trueque en la orilla opuesta. Con paso vacilante sobre un desconocido asfalto se aventura conmigo hacia el restaurante marítimo mientras su mirada inquieta se pasea sobre los mástiles ajenos, desconocidos… Le cuesta caminar con los pies secos en un puerto que no es su puerto, y busca sobre mi hombro la luz que lo ubique. «Ya llegamos, abuelo», le indico. Y pronto, muy pronto, tras sortear algunos vehículos cruzamos la vía y llegamos a la torre. Su torre. Apenas la ve. Otras torres más altas la han empequeñecido despojándola de toda su soberanía. Es El Faro que, solitario en medio de apelotonados edificios, altos unos, bajos y adosados los otros, humillado se tiende hacia el marino y llora su suerte.

    A lo lejos, la sirena de un orgulloso mercante extiende su eco por encima de la línea costera, mientras se abre paso hacia el horizonte y la luna se asienta en las aguas en calma. El Paseo Marítimo se prepara para recibir a los primeros turistas venidos de otros puntos cercanos o  distantes, y los restaurantes y bares despliegan sus manteles impolutos sobre las mesas, expectantes ante la crisis que merma sus expectativas de negocio.

    A mí me sorprende la noche y me encuentra en la playa, en el espigón. Contemplando las dunas recuerdo un sueño y echo de menos la luz del faro, como echo de menos la vieja barca cada vez que mi vista se deleita con las embarcaciones amarradas en el nuevo puerto, más allá del delta. Enmudecidos, los cantos de sirena se alejan hacia otros mares y dan la espalda a las luces amarillentas que sobre la loma dibujan la silueta fortificada. Yo también me alejo. Sacudo la arena de mis pies descalzos y emprendo el camino hacia tierra adentro.

    El aroma de azahares y baladres sustituye a los salitres y las primeras horas de las noches de primavera me llaman desde un poco más arriba, donde me espera mi amarre en otro sueño, y en otro puerto.



L.Estal

Fotografía: Ismael Murria

2 comentarios:

  1. Buenísimo!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
    Me encanta cómo describís las cosas, las imágnes visuales que narrás que proyectan imágenes en mi mente.

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  2. Gracias Débora. Pronto haré algo con uno de tus tesoros.

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